Trece manifestantes se han aferrado a las vallas situadas ante el Congreso. Todos están encapuchados con homogeneidad. Las zarandean y descolocan. Una cincuentena de policías se deslizan por la fachada del museo y los rodean. Hubiera sido fácil detenerlos y arrastrarlos hacia el puesto de mando colocado tras de la barrera metálica. Pero no es así. Los ignoran y el grupo marcha en el momento en que el escuadrón policial se abre en semicírculo e inicia una carga indiscriminada contra la muchedumbre que retrocede desde ese último tramo de la Carrera de San Jerónimo hacia la Plaza de Neptuno.
Hay gente en el pavimento en un amasijo confuso, parece un montón de carne picada. Veo el tumulto desde la reja de la ventana del Thyssen donde he subido. Un nuevo grupo de policías ha salido por el mismo lugar y avanza entre la multitud abriéndose paso a golpes. Despeja un tramo y se une con la anterior formación dejando cuerpos desmadejados a su paso. Tendidos en el suelo.
Es una masa heterogénea, dolorida. Un golpe de defensa ha derribado a uno. La culata de un fusil lanza-gases le remata con un fortísimo golpe en la espalda cuando ya está tendido sobre el asfalto. No se mueve. Mantiene los ojos muy abiertos como espantado. Segundos más tarde se agita en convulsiones. La policía no lo auxilia. Varios manifestantes están a su lado. Entre el tumulto generado por la carga avanza una ambulancia que le evacúa en una camilla. Los golpes le han producido una lesión medular según puede saberse unas horas después.
En algún lugar hacia la Plaza de Neptuno suena algún escopetazo aislado. Desde el Paseo del Prado, por su acera derecha en dirección a Atocha, ha avanzado otra formación policial que amplia la tierra de nadie. Me encuentro tras el cordón de policía. Frente a él, los manifestantes se han sentado en el suelo. Destaca un sexagenario de barba blanca. Levanta las manos y grita que 'estas son sus armas'. Otros que 'no nos representan'. o 'lo llaman democracia y no lo es'. Al viejo lo arrastrarán cuatro policias unas horas más tarde por todo el Paseo del Prado. Por un momento, todo se ha tranquilizado. Son casi las 9 de la tarde y Cristina Cifuentes se despide de sus seguidores de Twitter con un 'hasta mañana' lacónico .Pero no ha terminado nada. Solo ha comenzado.
Un grupo de encapuchados sube desde Neptuno. Mantienen una alineación casi castrense. Portan unas banderas extrañas y anacrónicas, unos trapos de color rojo o negro sin ningún otro símbolo visible y en el extremo de unos largos listones demasiado finos para ser ofensivos y causar lesiones, pero muy evidentes; como si quisieran dejar sentada su existencia ante las cámaras que los rodean. La emprenden a golpes con el cordón policial aunque parece una agresión coreográfica y milimetrada. Como las de aquellas peleas infantiles donde tienes miedo de herir al amigo. Al grupo se ha unido un encapuchado de vestimenta y calzado similar al que, unos momentos antes, arrastraba un policía por el Prado abajo con cierta delicadeza.
Todo tiene el aire irreal de haber sido ensayado de antemano. Lo he visto otras veces en esos ejercicios de control de masas que se realizan en las academias policiales para disfrute del personal y lucimiento de los mandos. Avanzan y retroceden. Algunos quedan tumbados en el suelo. Han recibido unos golpes pero con cierta formalidad cortés y sin mayores consecuencias. Ha salido un paisano de entre los policías, también encapuchado y derriba a un manifestante. Se acerca un uniformado. Intentan ponerlo los grilletes entre los dos. Se resiste y grita: ‘Soy compañero, soy compañero’. El paisano con las esposas se vuelve hacia los uniformes y vocifera: ‘Dejadlo, que es compañero, coño, que es compañero.
La presión de los policías sobre la muchedumbre se intensifica a medida que comienza a obscurecer y los estampidos se escuchan con mayor frecuencia. No ha habido ninguna reacción de los manifestantes. La falta de luz acompaña estas maniobras de avance hacia la Glorieta de Carlos V. Sin luz hay más dificultad en captar imágenes y, por tanto, más capacidad de actuación sin reproche informativo. Pasaba igual en los saltos estudiantiles en los años del tardo franquismo.
Pero no es lo mismo. Los equipos digitales tienen más capacidad de captar la luz. Y muestran al dueño de la cafetería Prado impidiendo el paso de unos agentes al borde la histeria que quieren desalojar el local. Lo impide: “Con porra aquí no pasas”, dice. Y le zarandean y agreden. Pero insiste, ‘No pasas con la porra’. Y aunque el agente le coge de la pechera y la corbata, mientras desde dentro quieren arrastrarle hacia el interior, no pasa. Y el policía desiste. Cae en la cuenta, me gustaría pensar, de la masacre que puede organizar en el interior. Y se retira. Y es, entonces, cuando todos se dan cuenta del frágil éxito que ha tenido el Derecho ante la arbitrariedad y la brutalidad del orden publico a toda costa, propio del estado de sitio.
Aunque nadie lo ha declarado y las normas democráticas siguen vigentes, los grupos de policía siguen avanzando desde Neptuno. Ahora es un ejército compacto. Avanzan primero los provistos de escudos. Le acompañan otros con porras que abandonan la formación de vez en cuando para tundar a modo a un manifestante rezagado. Detrás de la formación, avanzan los escopeteros, unos provistos de lanzadores de botes, otros con munición de bolas de caucho. Munición no letal la llaman los edictos de compra del BOE. Pero disparadas a bocajarro o en puntos sensibles del cuerpo humano pueden causar la muerte de un ser humano. Y la noche, pese al alumbrado, a los neones comerciales y a los destellos y rafagazos azules de los coches policiales, impide apuntar con precisión.
Unas primeras patrullas han traspasado el vestíbulo de cercanías de la Estación de Atocha. La tolerancia que han ejercido frente a los chalecos y las acreditaciones ha desaparecido. A unos, directamente, les aporrean las cámaras, a otros les exigen la entrega de la tarjeta de memoria donde se almacenan las imágenes. En el anden, bajo las escaleras un hombre mayor sentado en uno de los bancos metálicos hace frente a los policías que le exigen que se levante. Se niega. Se abraza a un joven que transporta en una silla metálica. Y aulla fuerte. Muy fuerte. “Vergüenza, vergüenza, vergüenza”. Los policías se alejan y le dejan gritando, abrazado al muchacho. Con el reverbero de las bóvedas de la estación es difícil precisar si se trata de una letanía personal o todos los viajeros de los andenes se han unido en un clamor colectivo que grita: “Vergüenza, vergüenza, vergüenza”.